miércoles, 20 de junio de 2007

Jaén


De Puente del Obispo a Mancha Real hay que salvar tres de los mil arroyos salados que fluyen en la provincia de Jaén y un torrente al que llaman Vil, todo para rememorar la dirección trazada por el cartógrafo real don Tomás López en su «Mapa geográfico del Reino de Jaén» (1761) y, después de regatear tierras aromáticas, en las que casi todo el paisaje es temperie gaseosa, buscamos el encuentro con las márgenes del río Guadalbullón, antes de llegar a la Papelera y a cara de arrabal con la ciudad de

Jaén. Es la tercera vez que hacemos parada en el lugar y desde aquí, con alguna excursión facultativa, nos encaminaremos al final de la Ruta de los Nazaríes, la antigua Corte de los Alhamares. De Jaén, como decíamos de Úbeda y Baeza, sería peregrino (en todas la acepciones de peregrino) describir su singularidad en cuatro líneas. Y tacaño, aún escribiendo frases geniales. La antigüedad, la categoría histórica, la situación geográfica, la riqueza natural, la belleza monumental, la idiosincrasia, con muchas otras prestancias, son certificados que abonan la dimensión capital de Jaén. Pero sí hay que recordar su impronta musulmana, realmente notable, aal menos si consideramos el tema de este paisaje literario.

De la habitación paleolítica en Caño Quebrado, de los asentamientos del bronce final en Marroquíes Altos, de la urbanización ibérica en Puente Tablas, de la ciudadela romana llamada Auringi, del inquilinato de los visigodos en tal vivienda llegamos al siglo vii y a un topónimo distinto (la confusión sobre el origen del término Jaén desconcierta al más entendido) con sonido árabe. En el siglo ix se convierte en cabeza de distrito musulmán (cora). En el siglo xi, sabemos que un tal Alí construye los baños árabes y le asesinan mientras toma una chapuza de asiento. Parece que su hermano Cacim urbanizó lo que hoy corresponde al barrio de la Magdalena, incluso enriqueció la mezquita, de la que aún se conserva el alminar, frente a la cual se halla la casa del Cadí o Cadiato. De la época de Abu Djafar sobreviven algunos paños de muralla (s. xii). Y el Castillo, antiquísima fortaleza rehecha en distintas fechas y reforzada por Alhamar de Arjona (1232), reconstruida por Fernando el Santo (1246) y convertida en Parador de Turismo por Franco (1965). La anciana alcazaba Abrehuí, con el tiempo, vino a llamarse castillo de Santa Catalina, obtuvo el empleo de monumento histórico artístico y hoy preside orgullosamente el sensacional podio urbano festoneado por unos alrededores espectaculares. Jaén, el Reino del Santo Rostro y la guarida del Lagarto de Jaén, par el que esto escribe y contra la opinión generalizada de muchos exégetas, es la ciudad más andaluza de lo que hoy llamamos Andalucía, a pesar de su tardía incorporación, como el Reino de Granada, a esa entelequia regional nacida en la mente motrileña de Javier de Burgos (1832). Aquí, siendo ya rey de Jaén, Alhamar de Arjona prepara la campaña final contra los territorios de Ben Hud y sueña, estamos seguros, la erección de un reino nazarí que mantuviera la presencia hispanomusulmana por los siglos de los siglos. Utopía, proyecto ideal de imposible realización, que, curiosamente, fue posible, aunque no por los siglos de los siglos, pero sí durante doscientos cincuenta y cuatro años.

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