domingo, 10 de junio de 2007

De La Carolina a Baños de la Encina


Desde La Carolina bajamos el urgente badén de la Autovía, dejamos al margen los pueblos antes señalados y llegamos de llano a la cruz, el bivio de los clásicos, que reparte caminos a Linares y a Baños de la Encina. Linares, de remotos orígenes ciudadanos y mineros, Cástulo y Los Palazuelos, lo uno por lo otro, fue la meta de las incursiones comerciales del oriente, las de partida terrena en Almería y parada y fonda en Galera, y por lo mismo, sede gerencial de Tartesos, véanse los despachos de Cazlona. El Luni-arae, santa sanctorum lunático, más tarde rehabilitado en Linea-rum, retahíla de altares, y finalmente Linario o Linarium, metamorfosis etimológica de aspiración latina, pueden ser los campo del lino regados gota a gota por el soterrado óxido de plomo, Linares que han devenido en campo mecánico donde se cultiva el vehículo Rover, mal templado por el Sol Naciente. La Ciudad Hílmice, patria chica de la bellísima renga que casó con Aníbal y llevo como ajuar numerosos nacimientos de galena sulfatada de color lapislázuli. Basílica industrial servida por no sé cuantas estaciones de ferrocarril, coso taurino que quitó de los medios a Manolete, tablero internacional del jaque mate, país donde tres huevos son dos pares y tantísimas otras glorias, se está quedando en el primer verso de la coplilla que decía: «Linares ya no es Linares…». Un autor contemporáneo afirma que «a pesar de ser una ciudad industrial, Linares posee monumentos relevantes». Es cierto. Y el santuario de la Virgen de Linarejos, allí mismo encontrada por Juan Jiménez en 1227, uno de los seiscientos treinta pastores españoles que descubrieron imágenes marianas en el siglo XIII.

Al otro lado de la calzada nueva de Andalucía espera largamente Baños de la Encina. De amanecida, cuando la luz primera le da de lleno, la fortaleza de al-Hamma recrece su poderoso aspecto poliédrico/defensivo, cerrado herméticamente en los bajos y serrado airosamente en los altos. El magnífico Castillo del Baño (Burch al-Hamma), por cuya posesión discutieron Alfonso de Castilla, Pedro de Aragón y Sancho de Navarra a renglón seguido del éxito en Las Navas, goza el privilegio de izar la bandera del Consejo de Europa en la Torre del Homenaje, distinción que comparte con el alcázar de Florencia. El apellido de la Encina reitera el hecho mirífico de la aparición de la Virgen, en este caso sobre una carrasca, árbol que aún sobrevive, tradición que divirtió a George Borrow, Jorgito, el luterano repartidor de Biblias, quien, como Alejandro Dumas, anduvo de cacería por los contornos y sólo cazó a un cura carlista, del que se hizo amigo. La villa de Baños de la Encina, declarada conjunto histórico-artístico, conserva importantes obras arquitectónicas, como la Casa Consistorial (s. SVI), el templo de San Mateo (ss. XV al XVIII) y los santuarios de los patronos locales, el de Ntra. Sra. de la Encina (ss. XV y XVII) y el de Jesús Crucificado del Llano (ss. XVII y XVIII). En el embalse del Rumblar, muy cerquita, remansan las nostalgias de la alcaparrosa azul del Centenillo, arrastradas por las aguas venusinas del río Pinto, pero son difíciles de apreciar por mor de los veleros y fuera borda de la náutica. Lo mismo que sucede con el revuelo de los aguijones perdidos por el Imperio Almohade en la Cuerda del Enjambradero.

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