sábado, 2 de junio de 2007

De Osuna a Antequera


Y de Osuna hacia la Peña de los Enamorados de Antequera. Viajes a caballo, en diligencias; luego en tren antes de las carreteras y de las autovías que no nos dan lugar a ver los árboles, ni las ruinas, ni a probar el aceite de las «papas» a lo pobre y los pimientos, los huevos abuñuelados o los propios buñuelos tejeringos de la Roda, su pueblo casi de origen como las flores fritas de La Mancha. Osuna era un centro de los viajes a caballo, como Écija era y es el centro geográfico de Andalucía; pero algo aparcada permanece hoy y era pujante en la Andalucía del tren: Bobadilla.

García Gómez comparaba la ruta de Washington Irving, múltiple arrancando de la Andalucía baja de Frasquita Larrea y subiendo a la Sevilla de Fernán Caballero, como el «camino francés» que desemboca en la Compostela del Aóstol como aquel otro andaluz en la Alhambra de Muhammad v. El del norte lo hicieron año a año los peregrinos; el del sur estaba trazado con múltiples atajos o desviaciones pero lo descubrió Irving, que no iba a la caza de las arquitecturas sino a las literaturas. Es el camino que también hizo Don Gitano (Walter Starkie, al que yo conocí con su violín cuando le traje a tocar en la universidad de Granada, entre recuerdos y conversaciones en torno a Falla). Y en ese camino, invención del ferrocarril, estaba Bobadilla, a dos leguas o algo menos de la Peña. Écija no era centro de nada; Bobadilla era el auténtico corazón de la tierra de María Santísima, decía García Gómez que evocaba los pasillos de los vagones y el subir y bajar al abrir de sus portezuelas: Pasaban gentes con paquetes grasientos y botellas de Bornes y de Lanjarón. Se trasiegan maletas, canastos, escopetas, sacos de arpillera. Los de Loja hablan de los de Teba; los de Utrera, con los de Puente Genil. Se cruzan impresiones sobre bodas, enfermedades, cacerías y cosechas. Todo el mundo gesticula, cecea y se da palmadas en los hombros de las blancas y arrugadas chaquetas de hilo, moteadas de carbonilla. En ningún sitio se ve más palpablemente que toda Andalucía, no obstante ser tan vasta, es como una familia grande. Es un texto único, singular, de antología. Hubiese entusiasmado, al leerlo, a Irving, si hubiese tenido ocasión más que cualquier documento que le hubiesen facilitado en el Archivo de Indias y que cualquier historieta que le iban a contar en la plaza de los Aljibes de la Alhambra. Acaso es el texto capital de nuestra literatura clásica, porque García Gómez pertenece también al florecimiento de ese nuevo Siglo de Oro de nuestras letras que tiene lugar en la primera mitad del siglo XX.


Camino hacia Granada, la Peña de los Enamorados presenta el perfil del busto recostado de una persona. La leyenda que lo explica es más de esas historias trenzadas con los amores del guerrero cristiano y la hija del gerifalte moro, una más de las leyendas que agardarían en la Alhambra la curiosidad de Irving; una más de esas leyendas que están vivas en el dispar paisaje español: idéntica historia se hilvana en Estepona en el lugar señalado como Salto de la Novia. Enrique Heine en Almanzor recoge la leyenda de Alí convertido –en la Granada de Isabel y Fernando– al cristianismo y Zuleima –Clara en el santoral cristiano y prometida del español don Enrique– y el idilio se reanuda, este no puede consumarse por la diferente religión, y ambos, el día de las bodas, creyendo que son perseguidos, se lanzan desde una roca. La obra de Almanzor fue representada seis años antes de realizar Washington Irving desde Sevilla su viaje a Granada. Un caballero cristiano de los que habían bajado de Castilla enamora a la hija del alcaide de Archidona; perseguidos los jóvenes enamorados por tropas musulmanas y comprendiendo que no debían traspasar la frontera cristiana, se refugiaron en la peña y se suicidaron desde la cumbre. ¿De quién puede ser el perfil de la montaña, del doncel o de la atrayente odalisca? Pero, además, en torno a Antequera no sólo emerge la Peña sino toda la Naturaleza anda revuelta: el torcal y los dólmenes de Menga, Vieira y Romeral. Una especie del Bomarzo italiano pero fruto sólo del juego de la naturaleza: el agua, el viento, la erosión de la piedra que han ido modelando –no figuras renacentistas y barrocas como las italianas que subyugaron a Múgica Lainez– sino perfiles de montaña, desfiladeros, pináculos, cuevas, imitaciones botánicas de hongos, arquitecturas que seguramente dieron pie mejor que otras inscripciones mitológicas a los poetas de la escuela antequerano-granadina de los siglos xvi y xvii, cuando Pedro de Espinosa convirtió en aluvión de versos las aguas del Genil que aquellos siglos iban buscando las del Guadalquivir de los poetas árabes y luego del Cancionero de Baena, y de las riadas cantadas en los indigestos poemas del siglo xviii y vueltas a vibrar entre los poetas amigos del torero Ignacio Sánchez Megías. Recuerdo de la peña en los poetas del xix, cuando los contactos de Granada y Antequera –imprentas de los hijos y nietos de Nebrija en el siglo xvi y de los poetas coetáneos de doña Cristobalina de Alarcón– resucitan con el nuevo Heine español, hijo del abolengo de Bécquer: el poeta Baltasar Martínez Duran. Ya en esta naturaleza revuelta se intuye la grandeza del tajo –impresionante acantilado– de Ronda, brava y garbosa en la dinastía de los Ordoñez, atildada y muy intelectual en don Fernando de los Ríos y en los hombres de la Institución libre.

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