sábado, 9 de junio de 2007

De Navas de Tolosa a La Carolina


Salvada la barranquera sur del Arroyo del Rey y en el ras de Santa Elena, viniendo de Despeñaperros, nunca he sabido si los despeñados eran perros cristianos o perros musulmanes, se sale hacia el balneario de La Aliseda, fregadero de achaques mentales y físicos y, como indicamos hace un momento, lavadero de la honra cristiana en 1212. El paraje, aparte su condición mineromedicinal, ha sido siempre cuatrocaminos de todos los horizontes. Por allí atrochó la Vía Hercúlea y el féretro de Isabel la Católica, por allí pasó Andrea Navagiero y el oro americano desembarcado en Sevilla. Los íberos del Collado de los Jardines tomaban las aguas celestiales en torno a la Aliseda y, de paso, naturalmente, cobraban peaje a sus parientes de la Turdetania y la Bastitania y a cuantos mercaderes transitaban de Obulco y Cástulo al Viso del Marqués y viceversa. Ellos crearon esa primera aduana caminera que tenía más de palmar de troya que de fielato carabinero. Luego, el ingeniero francés le Maur construye la «magnífica carretera» de Despeñaperros, en 1779, y se borra de la cartografía como itinerario con más de treinta siglos de servicio. Hoy, la Autovía de Andalucía, que da esquinazo a las poblaciones serranas, nos permite deslizarnos por un tobogán de litargirio a cuyos lados permanecen varados los periscopios de la minas y la memoria ecológica de los cérvidos. Sierra Morena, que por aquí se jubila de escabrosidades, es una marejada de ocasos con veleta boreal. Y sus jabalíes, que por aquí juegan entre las berzas, adquieren caras de lagartos. Acaso, sean los espíritus de aquellos 100.000 hijos de San Luis que, exactamente en este lugar, presentaron armas a Andalucía al divisar por primera vez su esplendor geográfico, lógico, después de 56 leguas de cardos borriqueros y polvo manchego. Ya lo expresó Sobieski (polaco que vino a España en 1611) con esta frase de una agencia de turismo: «Después del desierto de arenas que acabamos de atravesar durante el largo tiempo de una semana, al pisar Andalucía me pareció encontrarme en un paraíso». Acaso las jetas saurias de los jabalíes pertenezcan al Teófilo Gautier y su comparsa, ahora transformados en fantasmas, los cuales contemplaron desde estos pagos «las crestas blancas de Sierra Nevada, dó los neveros fulgían y refractaban resplandores prismáticos», lo que, aparte la cursilada expresiva, supone un imposible ejercicio de buena vista.

La Autovía de Andalucía elude los viejos, angostos y torpes pasos urbanos, de manera que ya no es factible toparse de improviso con la fachada de la iglesia de Las Navas, ni costear el camposanto de La Carolina, siempre abierto a la visita de deudos y curiosos, ni pasarse del almuerzo en La Perdiz, porque la perdiz queda a trasmano, ni ensartar las plazuelas coloniales, sobre todo de noche, de Aldea Dos

Ríos, Carboneros y Guarromán. Todos estos lugares y otros muchos son de reciente planta y dependieron de La Carolina al erigirse en capital administrativa de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, el sueño de Olavide y la pesadilla de Carlos III. La Carolina, nacida por cesárea en 1767, amadrinada por la Peñuela, retiro conventual de los carmelitas donde enfermó de muerte Juan de la Cruz, y apadrinada por el Rey/Alcalde, de ahí su nombre, fue durante unas décadas martillo de forajidos montoneros y hospital insuficiente para inútiles colonos europeos. Ciudad de diseño neoclásico, junto a sus plazas geométricas partidas en dos por la corredera principal y pirindolos como centinelas, muestra orgullosa edificios de muy buena facha, como los siameses de la Plaza Mayor, siameses por agregaduría monumental, en concreto la Iglesia de la Concepción (s. XVII), templo del retiro espiritual de La Peñuela, y el Palacio de Olavide (s. XVIII), inventor, promotor e intendente de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, la Arcadia furiosa, una aventura de la Ilustración con peonaje extranjero a la que puso fin la calentura de cabeza.

No hay comentarios: