domingo, 17 de junio de 2007

La Sierra de Segura


Hace unas páginas, en Mengíbar, nos fuimos hacia el oeste para conectar con uno de los ramales del itinerario. Ahora, nos vamos hacia la Sierra de Segura para hilvanar otro afluente de la Ruta de los Nazaríes y conducirlo rápida y escabrosamente, quiero decir dando tumbos, hacia la capital del Santo Reino, lugar donde los tres caminos serán uno, como la Santísima Trinidad. Segura de la Sierra, con Orcera, Benatae y Siles, son los cuatro confines del apocalipsis jienense. Están todo lo apartados que tienen que estar para presumir de algo muy escaso en estos tiempos, la razón de ser. Son el paraíso adivinado por todas la civilizaciones. Y Segura de la Sierra el seguro serrano ante todas las invasiones. De origen arcaico, los íberos tomaron asiento y heredad en Segura la Vieja, al ladito, propiedad conquistada más adelante por otros pueblos, como los fenicios y los romanos, a los que les interesaba abiertamente el patrimonio ferruginoso y argentífero de sus alrededores. De ese pasado mineraje, aprovechado como Alá manda por los musulmanes, quedan numerosos vestigios, y de la protección de tales riquezas numerosos castillos y torres. En la misma villa se alza orgullosa la fortaleza, garra de esfinge aérea, levantada seguramente (no es juego de una sola palabra) por las gentes del argar y repelladamente por cuantos individuos de distinto solar habitaron en ella, aunque en el año 781 funcione como fe de vida notarial, en ese caso de Abd al-Rahman I, también avalista de los baños árabes y de algunas de las puertas que abrían la muralla. Declarada Conjunto Histórico Artístico (1972), Segura de la Sierra es la dama hermosa en cuyas haldas vino al mundo el poeta Jorge Manrique. También patria de la oveja segureña, raza autóctona, y país del maderamen que engrandeció los astilleros de Cádiz y Cartagena.

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