lunes, 25 de junio de 2007

Córdoba I: La Mezquita


Sentimos comunicar al viajero que tendrá que abandonar Córdoba. Ni siquiera sabemos de cuál de ellas se despedirá con mayor melancolía, si de la Córdoba romana, intuida y noble que aflora bajo el fondo de las piedras y el tiempo, si de la útil Córdoba judía, que apenas vislumbra pero intuye, si de la –no sabemos qué adjetivos colocar aquí– Córdoba musulmana, o de la Córdoba cristiana de arcos ojivales y hastiales barrocos.

Es también de temer que no quiera o pueda desligarse de alguna de ellas porque las encuentre engarzadas como la filigrana de plata que los joyeros locales trabajan en sus patios: a saber, que las ojivas se hayan intercalado con los techos de arquitrabe, que las adarajas de un tapial hayan continuado encaladas su singladura, que cualquier alfarje remate en frontón partido, o que más de un medallón italianizante ande apoyado en obra de ladrillo y ésta a su vez sobre aparejo de soga y tizón que no querrá por nada del mundo verse privado de una coronación que por error inicial pensó indigna de su robustez y a la cual los siglos la han unido en fructuoso maridaje.

Se añadirá a la indecisión el desglose de luces y volúmenes que habría que efectuar entre los elementos referidos, por no hablar de qué aires de la gente de la ciudad prefería prescindir –si es que puede darse ese lujo– y entonces el viajero convendrá con nosotros en que dentro del adiós le están velados la diversificación y el olvido.

El viajero deberá, pues, resignarse al recuerdo global enamorado y sus ojos y su corazón tocarán por última vez –por ahora– los postreros sorbos de luz que el día le conceda. Sin pérdida de tiempo se dirigirá a la Mezquita. Entrará sin prisa ni rumbo en el laberinto de mármol, jaspe y granito, elevará a trechos los ojos hacia los arcos encabalgados, volverá a enredar su vista y pasos entre el juego de volúmenes y sombra, abstraerá la hiriente belleza objetiva de la catedral cristiana y sabrá ver en su armoniosa infinitud el primigenio edificio recuperado.

El viajero se tomará en esta operación todo el tiempo que precise. Luego, si le queda alguno, saldrá al patio de los naranjos y ya no le será difícil notar el alminar omeya bajo el remate renacentista de Hernán Ruiz, ni con el alrededor barroco que en 1650 hubo de colocarse ante el peligro de desplome.

Abandonará luego el conjunto y enhebrará sus pasos por las calles estrechas hasta llegar a la Sinagoga. Admirará la pequeñez y el recato del lugar, continuará después por el adarve o por fuera de la muralla –qué más da– y bajará de nuevo hacia el río donde contemplará la inexistencia del arrabal que se alzaba en la otra orilla y que Al–Hakam I mandó arrasar y sembrar de sal tras ahogar en sangre el motín que protagonizó el barrio el año 818 de nuestra era, 202 de la Hégira del Profeta.

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