jueves, 21 de junio de 2007

De Jaén a Granada


El camino de Jaén a Granada, por lo ajustado en algunos tramos y por lo rampante en otros, por su soledumbre humana hasta hace ochenta años y por su muchedumbre forestal hasta hace quince, ha sido uno de los trayectos más hermosos y bravos de la geografía peninsular. Siendo la distancia más corta entre ambas ciudades, los viajeros de todas las épocas rodeaban por Martos y Alcalá o, en su defecto, por Huelma, Guadahortuna e Iznalloz, antes de adentrarse por la cuenca alta del Guadalbullón, los repechos del Puerto Arenas y las calmas de río Moro. Sin embargo, los recuperadores de plazas fuertes y de alquerías indefensas viajaron en zigzag, por los montes, por las vegas, por el campo raso, por los riscos y, para no perder tiempo, quemaban cosechas, talaban alamedas, asolaban poblaciones, sembraban de cruces o de mediaslunas cualquier rodal. Así trabajó Muhammad ibn Yusuf ibn Nasr, Alhamar, para adquirir el terreno suficiente donde instalar el reino nazarí. Y así trabajaron los cristianos para expropiar linde, establecer frontera y rendir a los enemigos de la fe verdadera.

De esa manera entraron en la historia La Guardia, la antiquísima Mentesa, arca de sorpresas arqueológicas, obispado en tiempos visigodos y centinela poderoso de la reserva islámica. La Guardia de Jaén, con el acecho raso de la Vega de las Piedras y el túmulo orogénico del Puerto Alto, era el último ojal de una cerradura en la que hoy han prosperado las viviendas sobre huertas y viveros. La tenacidad del Guadalbullón, contracorriente de la Historia, empujaba, acaso empuja todavía, las quejas últimas de la expresión agarena, especie de azalá ininterrumpida que planea sobre los torreones de La Guardia. Decíamos que los depredadores de dominios viajaban en zigzag, en volantadas estratégicas, aplanando las escarpaduras y escalando los llanos, a la busca desatinada de ámbitos fuertes y uno de ellos fue Cambil, la resistencia impensada del orí de los Montes de Jaén. Retiro placentero embargado por la fidelidad fronteriza, con la mano armada de Alhamar, Cambil negó repetidamente la pretensión casadera de Fernando el Católico y, al fín, cedió por derecho de trofeo. La Sierra Mágina, parque silvestre de la raya militar, aún contaba otro obstáculo almenado, Huelma, obrador ibérico de esculturas colosales, sucursal romana de la industria de cacharros domésticos y fielato atento del territorio granadino desde que el Marqués de Santillana arrendara por mano armada todos los pasillos de la hostilidad. Los cielos llanos de la paramera que cubre el Monte Santo de los tres ríos, hicieron que la peregrinación conquistadora entrara a pecho limpio en la negación de los horizontes. Era un límite ilimitado que perteneció a los Montes Orientales de la provincia de Granada, unas tierras onduladas por la marejada de la luz sureña donde las señas de identidad regia debían acogerse a los visos antiguos, como Guadahortuna, la contradicción etimológica (Río de los Huertos o Río de la Fortuna), lugar que fuera caseta de mando durante siglos, o Torre Cardela, círculo máximo del girasol, cuando siembran esta planta, espacio servil en el que, há siglos, germinaron los dólmenes, se tomaron un respiro los pueblos de oriente y comenzó a cuajar la puesta de sol nazarí. Allá por Gobernador y Laborcillas, allá por el río Fardes, dios hidromántico de las frutas buenas, en el mismo vértice de las Hoyas cercanas, comenzaron a arraigar los nefastos granadinos de finales del s. xv. Se ciñe la frontera, se reduce aquel ámbito imaginativo edificado por la pasión de Muhammad ibn Yusuf ibn Alhamar, la ventura insospechada que arranca de los altos de Ur Gabah, la inmemorial ciudad de la luz saliente, conocida en lo antiguo como Urgavona y arabizada más tarde en Arjuna, vocablo de resonancias índicas de héroe mitológico, aventura o riesgo permanente que, para sobrevivir, parece cada día, no sin dotar a esos espacios geográficos, a esas poblaciones militantes, a esas gentes entre dos religiones, de un ajuar formidable, casi imperecedero, la cultura nazarí. De Muhammad I a Muhammad XI, Boabdil el Chico, se confirma una dinastía real, acosada por toda clase de dificultades interiores y de conflictos exteriores, que dispuso de entusiasmo e ideas para generar el prodigio arabigogranadino.

Cuando las tropas de Alhamar ganan los rodales últimos de la entrada a Granada, Píñar, Iznalloz, Colomera, Moclín, los escaños de la Sierra de Elvira y Sierra Arana, las explanadas de los arcaicos lugares del Beiro y del Genil, ya resplandece en la veleta de la Casa de los Ziríes la llama nueva que avivará el volcán apagado de cien hazañas culturales y cuya lava petrificará en apoteosis de la grandeza.

Al cabo de más de ochocientos años del nacimiento de Alhamar, artífice original del legado nazarí, esperamos que se produzca el homenaje justo y cabal que merece uno de los personajes españoles más representativos. Granada es su memoria, Granada es su regalo, Granada le debe el mejor de los reconocimientos. ¿Qué hubiera sido de Granada si Muhammad ibn Yusuf ibn Nasar, el Caudillo Bermejo, no se hubiera quedado a vivir en ella?

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