viernes, 20 de abril de 2007

La Cabeza del Rey don Pedro

En el Casco Histórico de Sevilla se encuentra una calle estrecha y sinuosa llamada Candilejo. En la esquina más ancha de esta calle, a la altura de los balcones del primer piso, se puede apreciar la estatua de medio cuerpo de un caballero medieval, coronado y con manto real sobre sus hombros. Lleva el pelo corto alrededor del cuello y cercenado en la frente, como debía ser la costumbre en esa época. Con su diestra empuña el cetro, que apoya en el hombro, y descansa la otra mano sobre su espada al cinto. Se trata de la figura del rey don Pedro I de Castilla que, aunque nacido en Burgos (30 Agosto 1334) fijó su residencia y pasó la mayor parte de su vida en nuestra ciudad. No muy lejos de la calle Candilejo, se halla la calle Cabeza del Rey don Pedro. Estas dos calles recuerdan al indiferente transeúnte un episodio, mitad leyenda mitad realidad, ocurrido en Sevilla y que tuvo al rey como protagonista.

Pedro I, llamado el Cruel por unos, el Justiciero por otros. Tenía el defecto que le sonaban las canillas al andar. Lo que sí se ha podido confirmar, gracias al estudio médico que el doctor González Moya realizó de sus restos, conservados en la cripta de la Capilla Real de la catedral hispalense, es que el rey sufrió una parálisis cerebral infantil que provocó un desarrollo físico incompleto en algunas partes del cuerpo. Esto puede explicar por qué se dice que las rótulas de sus rodillas crujían al caminar como si fueran nueces.

Algunos historiadores mantienen que fue precisamente por un lío de faldas por lo que Pedro I salió aquella noche a recorrer las calles de Sevilla. Otros defienden que fue a consecuencia de una conversación con
Domingo Cerón, el alcalde del rey, que afirmó que en la ciudad no se cometía un delito sin tener su castigo, y el rey quiso comprobarlo por sí mismo.

Lo cierto es que iba solo y embozado en su capa cuando se topó con uno de los Guzmanes, el hijo del conde de Niebla, que apoyaba las aspiraciones al trono del hermano bastardo del rey. La ira se desató y las espadas chocaron en el silencio de la noche. El ruido despertó a una anciana vecina que, movida por la curiosidad, se asomó a la ventana alumbrándose con su candil a tiempo de ver cómo uno de los contendientes, cuyo aspecto recordaba al mismo rey, atravesaba el pecho a su oponente. La anciana, alarmada, volvió a cerrar la ventana pero, con tan mala fortuna, que se le cayó el candil a la calle. Apoyada sobre la ventana, intentando imaginar lo que pasaría cuando encontrasen su candil junto al cadáver, pudo oir claramente un crujido, como de nueces al chocar, alejándose del lugar.

A la mañana siguiente, en la Sala de Justicia, los Guzmanes se presentaron para exigir que se buscase al culpable de la muerte de uno de los suyos. El rey prometió hacer lo posible por encontrarlo y concluyó: "Cuando se halle al culpable, haré poner su cabeza en el lugar de la muerte". Al cabo de unos días, se trajo a juicio a una anciana que había sido testigo del duelo. La anciana, a pesar de admitir que había visto lo sucedido, se negaba a contar lo que sabía. Ni las preguntas inquisitivas de Domingo Cerón, ni las amenazas de los aguaciles, le hacían decir palabra alguna. El rey, finalmente, se dirigió a ella: "Dinos a quién vistes en el duelo y no te ocurrira nada". La anciana, cogio un espejo y colocando frente al monarca exclamó: "Aquí tenéis la cabeza del asesino". El rey, cumplió su promesa ordenando llevar oculta en una caja de madera la cabeza del culpable que fue colocada tras una reja en la hornacina . Tras su muerte la caja se abrió y para sorpresa de todos apareció el busto del pendeciero monarca en el lugar del suceso, donde hoy día aún se puede contemplar.

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