martes, 26 de junio de 2007

Córdoba II: El Alcázar de los Reyes Cristianos


Una vez frente al río, el viajero girará la cabeza y, de no estar junto al muro del Alcázar de los Reyes Cristianos, podría ver la sierra, con los eremitorios mozárabes que tras la conquista pasaron a las órdenes mendicantes. De haber venido al mundo con unos siglos de antelación, oiría las norias que elevaban el agua para regar los jardines, pero a cambio su época le permite la visita a cualquiera de las iglesias góticas de la ciudad, su piedad solidaria le invita a una oración o un homenaje interior –es lo mismo– por quienes aglutinaron tanta belleza antes que él, y la tierra cordobesa pondrá ante su mano una copa rebosante de vino de Montilla en cualquiera de las tabernas del entorno. Si con todo desfallece por el previo esfuerzo de accesis espiritual, pedirá una ración de rabo de toro estofado, o un denso salmorejo, si resultare vegetariano, y otra copita o quizá dos, de añadidura. Reconfortada la sangre tanto o más que el espíritu, el viajero retomará el pulso de las horas sin apenas percibir que ha estado rozando la beatitud.

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